Mensaje del Superior General del Sodalicio al iniciar el 2016
Lima, 15/01/16. Al iniciar el nuevo año 2016 el Superior General, Alessandro Moroni Llabrés, dirigió un extenso mensaje a los integrantes del Sodalicio.
Queridos hermanos,
En este tiempo tan especial hemos celebrado el Nacimiento del Hijo de Dios, que viene a reconciliarnos, y comenzamos un nuevo año bajo la protección y cuidado de Santa María, que nos alienta en la fe y en la esperanza. Me ha parecido un momento oportuno para compartirles algunas reflexiones, que espero puedan ser un marco amplio para ir entendiendo y aproximarnos de la mejor manera posible a esta etapa que como comunidad hemos llamado de revisión, reconciliación y renovación. Por eso les pido que este mensaje sea acogido y reflexionado tanto personal como comunitariamente.
Con mis oraciones
Sandro
Mensaje del
Superior General del Sodalicio de Vida Cristiana
al iniciar el nuevo año 2016
Lima, 4 de enero de 2016
Queridos hermanos y amigos todos en el Señor:
Iniciamos este año 2016 tomados de la mano de María, Madre de Dios y Madre nuestra. Ella nos muestra el camino para dirigirnos hacia el Señor Jesús. Y por más que estas palabras puedan sonar trilladas, porque las he repetido muchas veces, estoy convencido de que para cruzar el umbral de este nuevo tiempo debe haber un fundamento sólido de vida espiritual. Si no hay una vida espiritual adecuada nos perderemos pronto, muy fácilmente.
Sólo desde su vida espiritual real e intensa podemos entender cómo nuestra Madre puede tener la docilidad para acoger los caminos de Dios que son siempre misteriosos. Ella, después de escuchar el saludo angélico y la propuesta de Dios para la encarnación del Verbo Eterno en su seno, responde con una sencillez y generosidad asombrosas. Es la misma humildad que se expresa de manera prístina en el Magnificat después que escucha de labios de Isabel: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» (Lc 1,42). María nos da la clave: sólo quien tiene como centro a Dios en su vida puede aproximarse a los misterios que la vida misma no se cansa de presentarnos.
Los eventos y lo que Dios permite siempre serán, hasta cierto punto, ininteligibles para nosotros. Por eso la brújula de la existencia debe estar sostenida por un fondo espiritual realmente intenso, que alimente nuestra fe. Y una de las cosas que descubro de manera muy profunda es que esa tierra, ese “humus” espiritual, no ha estado suficientemente preparado en nuestra comunidad.
Somos muchas veces como esos discípulos de Emaús (ver Lc 24,13-35) que marchamos tristes por el camino, con el corazón embotado por la experiencia de la pasión, del dolor, de las expectativas defraudadas, con la vista nublada. Y dejamos de ver cómo el Señor Jesús nos acompaña por el camino. Los discípulos van saliendo de la bruma en la medida en que se van abriendo al contacto con la Palabra de Dios. Eso es clave: el contacto con la Palabra. Debemos todos los días leer y meditar la Palabra, dejando que ella obre poco a poco en nuestro interior. Esa Palabra irá preparando la tierra de nuestro corazón para que la fe crezca y se haga robusta. La Palabra es la que nos va capacitando para que podamos reconocer al Señor en todas las circunstancias: en el hermano que sufre, en el dolor y el desconcierto que nos rodea, en las dudas y suspicacias que muchas veces nos atormentan. Ella nos prepara de manera especial para reconocerlo en la Eucaristía: ahí Jesús mismo se me entrega como alimento, nutriendo con su presencia real mi corazón y mi vida.
Por eso, como primer punto quiero insistirles una vez más en que redoblemos esfuerzos por crecer en nuestra vida espiritual. Permitamos que se vaya forjando en nosotros una mirada que logra ver a Dios en medio de las circunstancias de la vida. Esa mirada espiritual crecerá en nuestra oración, personal y comunitaria, que les pido cultivemos con particular dedicación en este tiempo.
Como segundo punto debemos profundizar y vivir la virtud de la humildad. Es algo que me ha preocupado desde que soy Superior general, y por eso les vuelvo a compartir partes de una carta del 2014:
No son pocas las veces que en nuestra propia vida tratamos de medir las cosas entre dos antinomias: el éxito vs. el fracaso. Y ciertamente es legítimo tratar de evaluar nuestros actos, de preguntarnos cómo vamos, pero no podemos aproximarnos a nosotros, a nuestra vida espiritual, comunitaria o apostólica a través de cánones que tienen sabores reductivos y mundanos.
Cuántas veces he escuchado a hermanos diciéndose a sí mismos y a los demás “la estoy haciendo” o “no la estoy haciendo”. La vida cristiana es algo más complejo que esto, y en quien de verdad encontramos la medida de las cosas y de nosotros mismos es en el Señor Jesús.
Esta antinomia en la vida (éxito-fracaso) se soluciona viviendo y entendiendo la humildad. No hay que confundir la humildad con la modestia, pues el modesto es el que conoce su propio valor y no sobrepasa sus límites; es consciente de lo que sabe y lo que puede, no aparece más sabio de lo que en verdad es. El modesto se “ubica”, sabe lo que le corresponde y lo que no, por eso no pretende llegar donde no puede, ni vive de ilusiones. El modesto sabe de lo que es capaz de hacer y lo hace, no se limita. El que vive la modestia se ubica adecuadamente, es una especie de justo medio entre el que se cree lo máximo y el que piensa que nada puede. La humildad es mucho más que esto.
La humildad no se sitúa en una especie de justo medio entre el éxito y el fracaso. El humilde fue Jesús, y esa humildad se ha visto reflejada en la vida de muchos santos que la vivieron de manera ejemplar. San Agustín habla en alguno de sus escritos de la humildad como un árbol que crece hacia lo alto porque al mismo tiempo echa raíces profundas en la tierra. En el peregrinar del santo de Hipona vemos cómo se da a lo largo de su vida miserias y grandezas; cómo experimentó el pecado y la debilidad, al mismo tiempo que la cercanía y el amor de Dios que le regalaba la fuerza para que en medio de sus luchas se vaya acercando cada vez más a Él; cómo experimentó lo maravilloso de su propio llamado y vocación, que al igual que el nuestro, es totalmente inmerecido y un don de Dios.
Somos así, y siempre lo seremos, al mismo tiempo grandes y miserables: dignos del amor más grande, de la más grande reverencia y cuidado, y portadores de miserias jamás imaginadas. Entre los opuestos alegría-dolor, grandeza-miseria, se va tejiendo nuestra historia y la de nuestra propia comunidad. ¡No podemos olvidarlo! Alejémonos de toda tentación puritana o maniquea que a veces se nos filtra y nos hace un daño muy grande.
El Papa San Juan XXIII en su libro “Diario del alma”, en uno de sus pensamientos cuando era seminarista en Roma (1903) dice: «nunca es el hombre tan grande como cuando está de rodillas». En ese sencillo gesto de adoración expresamos quiénes somos y delante de quién estamos, en la sencillez de ese acto mostramos lo maravilloso de la vida, de la existencia, de Dios, frente al cual nos hincamos. Esas rodillas tocando el suelo son las que nos ayudan a echar raíces para que el árbol de nuestra existencia se alce hacia Dios. Cuanto más de rodillas, más raíces, y cuanto más raíces, más alto será el árbol. Frondoso y verde, y bajo su sombra tantos cansados encontrarán reposo, encontrarán a Dios. De rodillas todos los días, de rodillas frente a Él, de rodillas en nuestros diarios momentos fuertes de oración, de rodillas ante nuestros hermanos para lavarles los pies, para servirlos y ayudarlos, ellos son otros Cristo, de rodillas somos grandes, somos humildes, somos sodálites, somos hombres de Dios.
Es el gesto de los “hombres de Dios” y por eso el sodálite que está llamado a ser uno tiene que vivir de esta grandeza. Cuantas veces está puesto de manifiesto en el Evangelio este gesto frente al Señor: Pedro, el leproso y tantos otros cayeron de rodillas frente a Él. Así de rodillas descubrimos quien es Dios y quienes somos nosotros, así de rodillas expresamos la grandeza de quién nos llama, nuestra identidad que es descubierta en el encuentro con Él.
La victoria la obtenemos por la humildad que nos muestra Jesús. El victorioso es el humilde, el victorioso es aquel que entra a Jerusalén sentado en un pollino, en un asno, un animal de carga, sencillo, noble. No entra a caballo como los poderosos del mundo, con el animal que llevaban los conquistadores. Jesús nos quiere conquistar con su sencillez, con su humildad, con su pollino. El victorioso y humilde es el que se conforma con Jesús, amando y sirviendo a los demás.
No lo olvidemos queridos hermanos y amigos, la victoria va unida a la humildad, la humildad nos hace entrar por el camino que lleva a la cruz y a la pascua. La humildad nos hace vivir reconciliados, nos hace capaces de conciliar la paradoja que se da en nuestra vida de miseria y grandeza, de pecado y gracia, nos hace estar de rodillas para echar profundas raíces y así el árbol de nuestra vida sodálite se alzará alto, según la medida de Dios.
Que la virtud de la humildad sea fundamento para el difícil camino espiritual de este tiempo que vivimos, en el que María nos toma de la mano y nos lleva hasta el Señor Jesús, crucificado y resucitado.
Esta nueva etapa tiene que estar marcada, pues, por una profunda y sincera revisión. Nos ayudará mucho dejarnos animar por la exhortación del Apóstol San Pablo: «Examínenlo todo y quédense con lo bueno» (1Tes 5,21).
El “examinar” que debemos realizar en este momento de revisión no significa perder todo punto de referencia o partir de cero. Nada se puede hacer sin Jesús y sin la verdad que Él nos señala. Como muchas veces hemos repetido, Él es quien me muestra quien soy y a la luz de Él y de sus caminos (que no son los nuestros) es que puedo y debo examinarlo todo: sin miedo, con auténtica libertad evangélica. No es un cuestionar caprichoso y antojadizo, sino que parte desde una identidad, personal y comunitaria, bien anclada en nuestro Señor.
Este “todo” implica preguntarnos con total apertura evangélica: ¿Qué ha pasado entre nosotros?, ¿por qué?, ¿cómo lo hemos permitido? Seamos capaces de mirar nuestras faltas y pecados desde la misericordia de Dios, junto con la distinción de realidades históricas o sociológicas de las cuales muchas veces Dios se pudo haber valido, así como también de aceptar que hoy, en muchos casos, pueden ser expresiones caducas que deben ser corregidas. No es fácil responder estas preguntas, y ciertamente no pretendo hacerlo ahora, pero sí los quiero invitar a que asumamos juntos este desafío. Es una tarea personal y comunitaria.
La verosimilitud de muchas de las acusaciones que se han hecho públicas, sumadas a las investigaciones que me correspondió hacer y que motivaron las medidas que les comuniqué el año pasado, nos llevan a reconocer que históricamente Luis Fernando Figari es nuestro fundador, pero que hoy no lo podemos considerar un referente espiritual. Por eso en el diálogo que tuvimos el día 19 de diciembre les dije lo siguiente: «se dio la disposición de sacar las fotos de Luis Fernando de los lugares públicos, páginas web u otros lugares donde se pudiera dar a entender que es un referente espiritual. Esas fotos, y colocadas como estaban, hablaban que no sólo es nuestro fundador históricamente, sino que era un referente espiritual. Hoy a todas luces comprendemos que no puede seguir siéndolo más. Nadie le quita los aportes, ni las cosas buenas que pueda haber hecho, pero entendemos a la luz de todo lo sucedido que esas fotos no deben estar ahí. Por eso no sólo las fotos no deben estar en esos lugares, sino que sus textos no pueden ni deben ser difundidos, ni ser mencionados en charlas, homilías, en la formación y meditaciones. Eso no quita que haya elementos objetivos de verdad, y que privadamente puedan ser usados, y que puedan ser elemento de trabajo para la nueva etapa que estamos viviendo. Pero hay que entender que hay una contradicción a tal punto entre lo que se dice y los elementos verosímiles hoy públicos que no se pueden proponer o difundir. No es una incoherencia cualquiera como la que tiene cualquier miembro de la Iglesia que es pecador. Sino que estamos hablando del fundador, y como lo entendíamos como referente espiritual para la obra, pero que hoy no puede serlo más».
Tengo ya suficiente información y claridad para dar este paso como Superior general, aunque soy consciente de que aún estamos a la espera de un pronunciamiento de la Santa Sede sobre este y otros asuntos vinculados. Tenemos que reconocer también que, a pesar de no haber tenido conocimiento de muchas de estas cosas, ni conciencia de la gravedad o profundidad de sus incoherencias, muchos hemos sido testigos de actitudes o conductas suyas que son ajenas a lo que una persona consagrada, y más aún un fundador, debe testimoniar. Y que por diversas razones —que van desde la inmadurez, el respeto humano, la comprensión errada o distorsionada de lo que es un fundador y su importancia para la vida de una comunidad, y seguramente otras más— no supimos reconocer ni sopesar la realidad, reaccionando como hubiera sido necesario. Y todo ello ha tenido consecuencias de sufrimiento para muchas personas.
Todo esto nos llena de dolor y desconcierto pues nos sitúa delante del misterio de la iniquidad, pero también ante el misterio de que Dios pueda usar instrumentos indignos para realizar sus obras. Un conocido sacerdote especialista en la teología de los carismas dice: «El Espíritu da los carismas, pero quien los recibe los puede instrumentalizar para su ventaja y no ejercitarlos según la voluntad de Dios, pero esto no significa que el don del Espíritu en sus orígenes no haya sido auténtico». Después de hacer diversas referencias a la Sagrada Escritura y a la Tradición de la Iglesia, dice también: «La gratia gratis data, excediendo las facultades naturales y yendo más allá de los méritos personales, no exige las disposiciones preliminares, y también un pecador la puede recibir y no perderla por sus culpas. […] Santo Tomás diferencia cuando una gracia gratuita viene dada junto con la gracia santificante, para el beneficio propio de quien la recibe junto con el de los otros, produciendo amigos de Dios y profetas al mismo tiempo; y cuando una gracia viene dada para el bien de otros, por lo que la persona es solo instrumento de Dios». Es algo que tenemos que profundizar dejándonos iluminar por la fe y las enseñanzas de la Iglesia.
Tenemos hoy también la tarea fundamental de discernir los elementos auténticos del don recibido en el carisma sodálite para poder ponerlo al servicio de la edificación de la Iglesia y su misión, según el corazón de Dios, buscando purificarlo de aquellos elementos que puedan ser distorsiones propias del camino que hemos recorrido. Algunas de ellas provendrán de las incoherencias, pecados y distorsiones del fundador, como también habrá de nuestras propias faltas y pecados personales. Para esta tarea es indispensable la participación de todos, como también la ayuda de los pastores y de personas especializadas, pero, principalmente, buscar el auxilio de Dios y la guía de nuestra Madre.
Debemos abrirnos a la acción de Dios. Sólo así podremos reconocer como comunidad, y también cada uno de nosotros de manera personal, nuestros propios errores y pecados. Como comunidad y como apóstoles estamos llamados a servir a las personas, a acercarlas a Dios. Pero en ocasiones, en lugar de eso, hemos causado heridas, escándalo. Hemos seguido modelos del mundo antes que los del Evangelio, buscando ser eficaces, competitivos, exigentes, pero dejando de lado la humildad y la caridad. Hemos priorizado muchas veces números, imagen y una visión distorsionada de la misión apostólica —inclusive, de la vocación como llamado amoroso de Dios—, olvidando que la obra de Dios, su Reino, crece en lo pequeño y sencillo como un «grano de mostaza» (Mt 13,31).
Hemos recibido una espiritualidad que es un don precioso que Dios nos ha dado para que se la ofrezcamos al mundo, pero hemos tenido actitudes o prácticas contrarias a lo que ella inspira: faltas de reverencia y de efectiva centralidad de la persona; insuficiente integración de la vida interior y la vida activa; insuficiente comprensión de nuestra identidad como sodálites de plena disponibilidad apostólica, que en ocasiones ha dado lugar a un acercamiento acrítico al mundo; controlismos que contradicen la confianza y la maduración en la libertad que corresponden a una visión antropológica eminentemente positiva, junto con voluntarismos que no reflejan la conciencia sobre la primacía de la gracia; los autoritarismos en la vida comunitaria y en el apostolado que contradicen el espíritu de servicio que es esencial a nuestro llamado. Hemos dejado que la soberbia y la arrogancia nos hagan ciegos a nuestros errores, sordos a las correcciones fraternas y a los reclamos legítimos de quienes hemos ofendido o dañado; permeables a la absurda idea de creernos “mejores” o “especiales”, y eso nos ha llevado a no pocas faltas de caridad.
Por eso, antes que nada, debemos dirigir nuestro pedido de perdón a todas las personas que han sufrido por causa de nuestras faltas y pecados, a las víctimas de nuestras incoherencias con el Evangelio y con nuestro llamado sodálite, a todos los que han sido afectados directa o indirectamente por nuestras faltas de testimonio. Tenemos que asumir en justicia el deber de reparar el daño que han sufrido. Antes que nada con nuestra oración, también con el ofrecimiento de nuestros esfuerzos por convertirnos cada vez más, y especialmente con el renovado empeño por salir a su encuentro, acogerlas, confortarlas y acercarlas al Señor. Es nuestra responsabilidad generar espacios y medios adecuados para esto. Quiero pedirles además que en este año de la Misericordia le demos el debido lugar a la penitencia, con los medios y ofrecimientos que mejor nos ayuden para ello.
Efectivamente, “examinarlo todo” implica que debemos mirar con ojos de fe cómo hemos acogido, vivido, plasmado en una espiritualidad, en un estilo de vida, en una misión apostólica, el don de nuestro carisma. Nos toca revisar con libertad cómo hemos vivido la letra y el espíritu de nuestras Constituciones, nuestros modos y costumbres, nuestra manera de vivir la autoridad y la obediencia, nuestra manera de entender y acompañar la experiencia vocacional, nuestras relaciones fraternas y eclesiales. Nada debe ser excluido de esa mirada profunda y evangélica, en sintonía con la tradición viva de la Iglesia y sus enseñanzas, como también en apertura a las novedades genuinas que el Espíritu suscita.
Con esa misma disposición es que cada uno puede hacer su propio examen de conciencia: reconocer las propias faltas y pecados, acogerse a la misericordia de Dios que sana y reconcilia, y con la libertad que da el Espíritu Santo examinar sobre qué ha fundamentado su propio llamado y respuesta, su idoneidad y disposición para vivirla, su generosidad para servir.
En ese mismo espíritu y en docilidad a la pedagogía divina, creo que es oportuno revisar también las actitudes tenidas en este último tiempo. ¿Cómo hemos reaccionado frente al dolor? ¿Hemos sabido acoger la Cruz? ¿Cómo hemos reaccionado frente al pecado y al mal?¿Nos hemos dejado conducir por el Espíritu Santo, cuyos frutos son «amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí», o por el mundo y hombre viejo, cuyas obras son «impureza, libertinaje, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones y cosas semejantes» (ver Ga 5,19-23)? Nuestra medida tiene que ser el Evangelio, nuestra mirada y nuestro corazón tienen que ser los de Jesús, siempre los de Jesús. El sincero deseo de ayudar, la recta intención, el legítimo deseo de transparencia, si no están guiados por una mirada evangélica y apoyados en la enseñanza de la Iglesia, que nos invita siempre a la prudencia, la reverencia y la caridad con todas las personas, pueden acabar causando o aumentando los daños que se pretende combatir.
Pero San Pablo nos exhorta también a «quedarnos con lo bueno». Sabemos que todo lo bueno procede de Dios, y por eso a Él elevamos nuestra acción de gracias. Pero no olvidemos que la gratitud implica, en primer lugar, reconocer la generosidad con que Él nos ha bendecido y ha bendecido a muchos a través de las pobres vasijas de barro que somos. Implica reconocer los bienes genuinos que hemos recibido de Él, y hacernos cargo de ellos, hacerlos crecer, ponerlos cada vez más y mejor al servicio de los demás.
También es justo agradecer el esfuerzo de muchos hermanos y hermanas en la fe que, como «siervos buenos y fieles», han trabajado y trabajan por multiplicar los dones recibidos del Señor (ver Mt 25,14ss). Que todo ello nos ayude a entregarnos con generosidad, procurando tener muy presente «que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; si bien cada cual recibirá el salario según su propio trabajo, ya que somos colaboradores de Dios» (1Co 3,7-9).
Hace poco más de un año les compartía una reflexión, que hoy quisiera traer nuevamente a la memoria y al corazón: «El hoy santo Juan Pablo II nos llamó proféticamente “artesanos de la reconciliación”. ¿No tenemos ahí la clave espiritual para enfrentar lo que vivimos? Un artesano conoce el material, con sus bondades y sus límites; es alguien que se compromete, que se ensucia las manos; es alguien que tiene que trabajar con paciencia, serenidad, integrando incluso las imperfecciones del material para conseguir una obra bella. Artesanos de reconciliación. Y la reconciliación nos la ha traído Jesús. Él es el Reconciliador y, como dice el Apóstol, nos ha confiado el ministerio de la reconciliación. Por eso hermanos, estoy convencido de que hoy debemos acoger con particular empeño la exhortación de San Pablo: “En nombre de Jesucristo les suplicamos, déjense reconciliar con Dios” (2Cor 5,20)».
Sí, este tiene que ser un tiempo fuerte de reconciliación, de caminar en la verdad y en la caridad para fortalecer nuestra comunión y nuestro servicio. En la reunión de superiores del 2015 tuvimos una experiencia muy edificante, que hoy quiero proponer que todos hagamos y profundicemos: cada uno fue compartiendo libremente qué experiencias tenía que perdonar y reconciliar en su vida sodálite, y de qué acciones o actitudes tenía que pedir perdón y ser reconciliado. Creo que generar espacios en nuestras comunidades y grupos para compartir en libertad, para abrir la mente y el corazón en la verdad y en la caridad, para escuchar y ser escuchados, es una práctica que debemos cultivar con constancia a lo largo de este año.
Como les he venido proponiendo, creo que, junto con la revisión y la reconciliación, este tiempo tiene que ser de verdadera renovación. No se trata de “inventar” algo nuevo, mucho menos de negar el pasado ni renegar de él, sino de dejarnos purificar y renovar por Jesucristo, Aquel que «hace nuevas todas las cosas» (ver Ap 21,5).
Hay que huir de la tentación del criticismo que puede nacer de la evidencia que dejan las propias heridas o las ajenas. Se trata de avanzar con paciencia y profundidad desde la perspectiva de lo que somos, de aquello que Dios nos ha regalado en el carisma aprobado por la Iglesia.
Debemos elevar nuestra oración como el salmista, para pedir: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme» (Sal 50,10) para que así podamos encarnar, testimoniar y anunciar lo que el Señor nos ha llamado a ser desde toda la eternidad. También para que podamos estar abiertos a las realidades cambiantes del mundo y de la cultura, y hacer presente en ellas de manera encarnada y vital al Señor Jesús y su Evangelio.
La Providencia divina ha querido que iniciemos este tiempo nuevo en la vida de nuestra comunidad y de nuestra familia espiritual coincidiendo con el Jubileo de la Misericordia. Es un regalo muy grande que Dios nos ha hecho, y que debemos atesorar y vivir. Por eso, quiero terminar estas reflexiones con unas palabras pronunciadas por el Papa Francisco el pasado 21 de diciembre:
«Las resistencias, las fatigas y las caídas de las personas y de los ministros representan también lecciones y ocasiones de crecimiento y nunca de abatimiento. Son oportunidades para volver a lo esencial, que significa tener en cuenta la conciencia que tenemos de nosotros mismos, de Dios, del prójimo, del sensus Ecclesiae y del sensus fidei.
Quisiera hablaros hoy de este volver a lo esencial, cuando estamos iniciando la peregrinación del Año Santo de la Misericordia, abierto por la Iglesia hace pocos días, y que representa para ella y para todos nosotros una fuerte llamada a la gratitud, a la conversión, a la renovación, a la penitencia y a la reconciliación.
(…) que sea la misericordia la que guíe nuestros pasos, la que inspire nuestras reformas, la que ilumine nuestras decisiones. Que sea el soporte maestro de nuestro trabajo. Que sea la que nos enseñe cuándo hemos de ir adelante y cuándo debemos dar un paso atrás. Que sea la que nos haga ver la pequeñez de nuestros actos en el gran plan de salvación de Dios y en la majestuosidad y el misterio de su obra».
Que nuestra Madre Santa María nos ayude a guardar y meditar todas estas cosas en el corazón, y nos aliente en el esfuerzo por ser cada vez más como su Hijo.
En el Señor y de la mano de nuestra Madre.
Sandro